CuentosCarmen Molinas Bonilla
Un viaje en soledad
Entró nerviosa a su dormitorio. Iba a hacer el viaje de su vida. La mayor aventura. ¡Se había preparado tanto para ello!
Al principio estaba indecisa. Era algo que quería hacer sola y sabía que corría riesgos.
Al fin había reunido valor para emprenderlo. Se preparó a conciencia, gracias a la web, ese lugar donde, si uno sabe buscar e interpretar bien, siempre se encuentra la información adecuada. Por suerte no le había hecho caso a su hermana (la única a quien había confiado sus planes) que insistió para que fuera a recibir orientaciones con su amiga Diana, esa altanera que ella detestaba.
—Pero es que tiene experiencia y sabe mucho, te guiará muy bien. — Le dijo Laura con la mejor intención.
—Ni guías, ni orientaciones, ni ninguna clase de ayuda entrometida, este es mi viaje y quiero, debo, necesito hacerlo sola ¿entendiste? —le respondió algo fastidiada por la insistencia de su hermana, que sabía de buena fe pero que la cansaba con su sobreprotección. También en ese viaje se demostraría a sí misma que no necesitaba tutelas por más cariño que tuvieran, por fin se conocería; era la menor de la familia y siempre le habían prodigado cuidados como para hacerla sentirse una inútil pero ahora no, había llegado su momento y lo enfrentaría sola.
Su prima le había ofrecido una de sus pastillitas tranquilizantes —Porque te veo como muy ansiosa— le dijo.
¡Qué rabia, seguro que Laura le había contado algo! Pero no, nada de pastillas, ya no necesitaba bastones, estaba segura de que podría correr ésta “su aventura” sola.
Se desvistió y se puso la ropa más cómoda que le pareció apropiada para iniciar su viaje.
Corrió las cortinas, la habitación quedó en penumbra, lentamente se recostó en su cama, inspiró hondo, cerró los ojos y entonces los abrió hacia adentro. ¡Por fin había comenzado su trayecto sobre sí misma, su introspección, su viaje de conocimiento profundo, su aventura interior.
Confesiones desde abajo
Soy el que pisan siempre, el que no ven, salvo que haya un obstáculo, o una grieta donde puedan caerse.
Siempre me sentí triste y humillado, nadie repara en mí y eso que los sostengo.
Alguien que se preocupa por la higiene, me lacera puliéndome, luego me hace brillar a fuerza de lustre.
¡Tan feliz que yo vivía en mi bosque y ahora aquí amontonado, pegado a los de al lado, manteniendo el nivel y si me asomo, me aflojo solo un poco, llega la maza que me da un buen golpe, así aprendo enseguida a no moverme.
Tenía pena de mí.
Pero fue entonces, que a esta casa llegaron nuevos dueños, con buena ropa, excelentes muebles, un hombre triunfador a todas luces y una mujer bellísima, con grandes lentes de sol, muy, muy oscuros
No me gustó al principio, taconeaba y cada paso a mí me lastimaba; cuando el hombre se iba, era una gloria, ella se descalzaba, parecía que sus pies me acariciaban y la empecé a querer.
Me di cuenta, que era él quien la obligaba a esos tacones altos insufribles.
Hablo de sufrimiento, eso no es nada, hubo una noche en que él llegó temprano, la encontró sin zapatos y su furia se despertó como un huracán sádico.
El primer golpe sobrevino de pronto, la arrojó sobre mí, quise ser blando pero mi naturaleza de madera, solo permite que me aminore apenas, por suerte no conservo ni una astilla; se dio un gran golpe contra mí, él comenzó a patearle los pies. Ella se arrolló como un feto, entonces recibió pisotones, puñetazos y la pobre, solo sabía gemir suavemente, tan suavemente que parecía un arrullo,
Él se cansó y se fue, ella quedó recostada en mi pecho y me bañó con lágrimas y sangre y saliva y sudor, piel deshojada…
Yo no supe que hacer más que ampararla, mi pobre amparo solo de sostén sirve para que no se hunda en algún pozo.
Esa entrada al infierno que ese hombre debe tener allí, disimulada.
Nunca más me quejé de mi condición de suelo, prefiero ser lo que soy y no mujer maltratada. 25 de octubre de 2015 10:30 am
Carmen Isabel Molinas Bonilla |