Guillermo Lopetegui

LA NOCHE DE LOS CHANGADORES

 

 

El oficio de changadores era la aventura incierta para ambos: Adhemir y el Seba. A veces mucho; a veces poco; a veces nada. Pero siempre quedaba la tabla de salvataje del seguro de paro por seis meses –que por lo general se renovaba- y en último caso colgarse con más fuerza de la Asignación Familiar que cobraba la mujer de Adhemir; dinero que la concubina pretendía administrar de forma tal que los gurises –Karen y Yonatan- tuvieran para la leche antes de la escuela y para la merienda durante el recreo.
El Seba, en cambio, andaba “a monte” –si bien tenía un ranchito en el que recalaba a veces- y nunca había tenido pareja estable pero sí que muchas mujeres habían pasado no por su vida sino “por la catrera” se encargaba de aclarar a todo aquel que quisiera escucharlo en las deshoras de los boliches que, tarde o temprano, aparecían como por arte de la noche en alguna esquina de ciudad, pueblo o paraje adonde lo llevaran las changas circunstanciales; bares tugurientos de luz mortecina ciertamente anhelados, imaginados, proyectados en ese horizonte que a lo lejos surge súbito cuando se cuenta con la plata dulce de la changa recién cobrada pero no anunciada a la patrona, como bien sonreía Adhemir para sus adentros tan amigo de las barras salpicadas de licores, al igual que su compadre El Seba quien en otra noche de intenso beberaje, años atrás, había sido ungido padrino de la Karen por un Adhemir bien entrado en copas y ambos sellaban el nombramiento con un brindis, y levantando los dos la mano que tenían libre para hacerla girar en el aire cercana al rostro trasnochado del bolichero junto a la caja registradora, ordenaban otra vuelta para la que el bolichero asentía con una caída de los párpados y leve inclinación de la cabeza, volviéndose a las tantas botellas de diferentes tamaños, colores y etiquetas que se alineaban a sus espaldas, reflejándose contra el espejo enorme y rectangular del aparador viejísimo. Como en tantas otras oportunidades a esa hora de la noche, en aquella tan particular velada el celular de Adhemir empezó a sonar. El changador entre bamboleos junto a la barra y con el vaso de caña siempre sostenido en una mano metió la otra en el bolsillo, sacó el celular que seguía sonando, lo acercó a lo aguzado de su mirada coronada por las cejas fruncidas y meneó la cabeza constatando que se trataba de su mujer.

Fue esa noche y fueron otras, y siempre la palabrota a flor de labios de Adhemir pronunciada entre dientes. El Seba, en la barra, miraba el celular y alzaba los ojos enrojecidos a su compañero, para después volverlos a depositar en el vaso que tenía entre las manos, apoyado en el mostrador. Pitaba el cigarrillo armado y daba un sorbo a la caña, hasta que mirando a su compadre le sugería, no sin cierto tono de fastidio en la voz ronca, de hablar arrastrado:
-¡Apagá ese celular, muchacho! ¡¿No ves que te va a seguir jodiendo toda la noche?! –vaticinaba, seguro de que se trataba de la mujer de Adhemir. Casi inmediatamente soltaba una risita, meneando la cabeza-: La tenés mal acostumbrada –opinaba decidido, frente al gesto de impotencia de Adhemir que no sabía si atender de una vez o bien de una vez apagar aquella insistencia emanada del aparato oscuro y algo grasiento. Finalmente respiraba hondo y resolvía atender a su mujer.


-Sí, qué…En un rato voy para allá. Estoy hablando con una gente por otro trabajo para hacer…el fin de semana que viene –resolvió la mentira, previendo la posibilidad de zafar de los deberes de marido y padre por unas buenas horas. La mujer, en cambio, puso algo en duda lo serio de ese trabajo que se estaba por concretar, a lo que Adhemir alzó la voz, con visible fastidio-: ¡¿Te me vas a poner a discutir ahora, en medio de este negocio que estoy cerrando?! –La mujer entonces le rogaba, aunque sabiendo que sin mucha suerte, que concretara rápido ese negocio y se fuera para la casa, porque era casi la medianoche y el transporte hasta el paraje donde vivía Adhemir, si bien cercano a Pascual Beach, no contaba con tantas unidades de transporte como sí el popular balneario. Siempre quedaba la posibilidad de tomarse un ómnibus hasta la parada 2 de Pascual Beach, allí bajarse y entrar a caminar hasta el paraje, o bien acabar ese vaso de caña y marchar rápido a la parada, donde de seguro en pocos minutos más saldría un ómnibus directo al paraje donde vivía el changador-. Che, ¿la Karen y el Yonatan ya están durmiendo? –procuraba desviar la conversación al menos por unos minutos, a lo que la mujer le contestaba, no menos fastidiada, que hacía horas y que habían preguntado por él; “Sobre todo la Karen”, recalcaba la mujer, tan cercana al padre como se sentía la gurisa-. Está bien…Bueno, en un rato voy para ahí –anunciaba Adhemir, con un tono cortante que no admitía la menor objeción-. Hasta luego –apartaba un poco el celular, aguzaba nuevamente la mirada de frente a la pantalla, permanecía un rato así hasta que resolvía apagarlo, ante el gesto de aprobación del Seba.


-¡Se pone brava la Faustina! ¿eh? –sonreía el compadre, antes de dar otra pitada y beber otro trago de caña, de cara a las tantas botellas, algunas polvorientas, alineadas en lo alto del aparador, del otro lado de la barra.
-Sí, a veces se pone muy trancabolas –reconocía Adhemir, todavía con el celular en una mano. Después lo metía en el bolsillo del pantalón. Bebía un sorbo de caña y luego encendía un cigarrillo negro.
-¡Pero no hay que permitir eso, mi amigo! –El Seba se volvía a Adhemir, manteniendo un antebrazo apoyado en la barra-. ¡Después a uno le meten el gaucho!... ¡Se lo montan a uno y ya no somos dueños de nada! ¡ni de nuestra propia vida! –protestaba a medias, ante la mirada aprobatoria de párpados semicaídos de un Adhemir que ordenaba otra vuelta.
Y así seguían: esa y otra noche; las siguientes y las anteriores, pero alcanzando a tomarse el ómnibus que al Seba lo dejaría cercano a su ranchito y a Adhemir en el paraje donde vivía con su mujer y los dos hijos que había tenido la pareja y que se llevaban un año de diferencia.


Cuando el Seba no paraba en su rancho muchas veces recalaba en la casa de la Colorada: ex concubina de milico a quien había llenado de guampas, pero que era apreciada por los vecinos de la zona cercana al ranchito del compadre de Adhemir. El Seba llegaba a los tumbos, daba golpes en la puerta de la casa de la Colorada hasta que esta, cubierta con un salto de cama medio abierto que dejaba ver la comba robusta del comienzo de los pechos, abría la puerta y cerraba una de sus manos en un antebrazo del changador, entrándolo con suavidad, acostándolo y quitándole la ropa, los championes y las medias, y dejándole sólo la camiseta y el calzoncillo, para cubrirlo luego con la sábana y la frazada aceptando que seguramente esa noche no harían el amor, porque a los pocos minutos el dormitorio de la casa modesta, pero decorada no sin cierta dignidad, se llenaba de los ronquidos del Seba. La Colorada entonces se quitaba el salto de cama, se metía de camisón bajo la sábana, se arrimaba al cuerpo levemente sacudido por los ronquidos del hombre –durmiendo el casi coma etílico de espaldas a la mujer-, lo rodeaba con un brazo que apoyaba sobre el pecho velludo pero cubierto por la camiseta y al compás de aquellos ronquidos la Colorada se iba durmiendo, en el fondo contenta de saber que esa noche no dormiría sola y que junto a ella, si bien momentáneamente apartado de la mínima lucidez, se hallaba el hombre al que ella, sin admitirlo pública ni íntimamente, seguramente amaba, pero que siempre había respetado en el expreso deseo del Seba de mantenerse libre de todo compromiso que no fuera el asumido consigo mismo.

 

Por su parte Adhemir avanzaba a los tumbos no menos que el Seba hasta su casa, pero en el movimiento aquel había cierto impulso producido por la impotencia mezclada con la rabia y una mínima dosis de envidia al pensar que el Seba era un hombre libre, dueño de sí mismo, que elegía con qué mujer encamarse para luego roncar hasta el otro día, cuando tal vez una nueva changa o trabajo en la construcción con su compadre Adhemir lo arrancara del sopor que restaba de aquella ingesta alcohólica la noche anterior; lo arrancara de los brazos de la mujer de turno, cuando no se trataba simple y riesgosamente de los brazos perfumados con colonia barata de la paciente Colorada. Adhemir en cambio tenía que barajar las mentiras, procurando no repetirlas para que la patrona no se avivara y él quedara al descubierto. La jornada nocturna en la que la mentira elegida, la justificación expresada con tono cortante a través del celular, era digerida, aceptada a regañadientes, Adhemir consideraba que entonces era una noche triunfal, una noche que proseguiría de otra forma en principio en algunos de los boliches habituales ubicados en aquellas esquinas de ese “centro” –como los changadores y todos quienes habitaban aquellos parajes suburbanos le decían a Montevideo-, perteneciente a esa capital que en el preludio nocturnal de los accesos hacia o desde las rutas 1 y 5 era el manto salpicado de luces señalando calles solitarias corriendo entre casas silenciosas sobre las sobriamente elevadas laderas de un Cerro que, cercano a la medianoche, se tornaba apenas faro girando sobre aquel firmamento descendido hasta la quietud de la villa y sus alrededores circundados por las aguas espesas y oscuras de la bahía.

 

Después, saliendo de cualquiera de aquellos boliches con botellas de cerveza envueltas en bolsas de nylon sostenidas por el gollete en una mano, ayudándose uno contra el otro, allegarse hasta la terminal de la calle Rio Branco tomándose el Solfy de la 1 de la mañana, cuestión de bajarse en la ruta 1 vieja a la altura de los luminosos coloridos de la fachada del Duncan Bar anunciando que en su interior esperaban más alcohol y cualquiera de aquellas chicas que, cada tanto, se reponían, si bien los dos changadores ya hacía tiempo habían marcado sus preferencias y lo que se deseaba, entonces, era que al arribar a la whiskería las elegidas estuvieran libres, aguardándolos ansiosas tras la barra y con los rostros azulados y las sonrisas de dientes muy blancos casi dibujadas en los semblantes que prometían placeres a granel, por las luces negras que bajaban del cielo raso, mientras otra de las chicas –de short de tela jean ajustado a la altura de las nalgas y camisola semidesprendida y anudada en la cintura, dejando mostrar parte de las puntillas del sutién rojo- libraba una partida de pool con el cliente de turno y otras dos, junto a la rockola digital, esperaban a que terminara una cumbia para meter la ficha y elegir otra, todo esto lejos todavía, muy lejos, de un lugar difícil de ubicar, perdido en el centro, donde se encontraban Adhemir y el Seba demorando cervezas; alternándolas cada tanto con una caña; mezclando sorbos con el aroma del tabaco negro. Fue entonces cuando en principio Adhemir tuvo un recuerdo para la chica del Duncan Bar que ya hacía un tiempito le había tocado en suerte y a la que tarde o temprano siempre quería volver.


-Está fuerte la morochonga –reconoció el Seba, asintiendo con la cabeza en medio de una pitada y otro sorbo de cerveza.
-Sí… sí… sí… -monosilabizaba Adhemir. No terminaba o no empezaba otra frase que aquella afirmación, algo fluctuante por el alcohol ingerido si bien era perfectamente consciente de sus pensamientos en relación a la chica de la whiskería:-. Rocío… Se llama Rocío…-creyó conveniente agregar, para tal vez, identificándola por el nombre, procurar investir a la muchacha de movimientos seductores abriéndose paso entre las luces artificiales y las sombras del reducto de dispersión nocturnal, de cierta mínima dignidad, pero, además, porque se sentía fuertemente atraído por ella, y no sólo en lo que se refería a lo físico sino a algo más, algo para lo que no encontraba más palabras que “Sí… sí… sí… Rocío…Se llama Rocío”, como si la sola pronunciación de aquel nombre encerrara la clave para cierto tipo de mínima salvación, imposible de poder explicar al Seba cuando Adhemir apenas podía recibir algo, un mensaje muy lejano, que relacionaba su vida presente y futura con esa vaguísima sensación supuestamente salvadora. Por un momento el changador cerró los ojos y sorteando el mareo creciente vio avanzar hasta su cada vez más debilitada lucidez los rostros de sus hijos que le sonreían; también surgió imprevistamente el de su esposa, preocupado, casi implorante… y por último, superponiéndose a los rostros familiares, el seductoramente tornasolado de Rocío prometiendo instancias de gozo y felicidad totales y promesas de una libertad difícil de definir para la mente crecientemente embotada de Adhemir, pero que él creía sentir como misteriosamente necesaria, sin importarle en esos momentos el que sus hijos y su esposa hubieran confiado en su promesa de regresar pronto a la casa. Pero ese “pronto” había sido quién sabe cuándo. El rostro de Rocío borró todo lo demás y Adhemir abrió los ojos, metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó el celular, lo apagó, lo volvió a meter, olvidado ya, en lo profundo de ese bolsillo, se volvió al Seba entre oscilaciones de la cabeza y el torso, alzó el vaso, invitó al brindis y casi ordenó amistosa y campechanamente-: Nos vamos… Pagamos y nos vamos al Duncan.
-¡Eso me gusta! -sonrió el Seba.


La caminata por entre las calles céntricas en dirección a la terminal de ómnibus que se extendía paralela a la rambla portuaria era un a veces apoyarse el uno en el otro, el beber cada tanto de las cervezas envueltas en las bolsas de nylon, proyecciones del rostro de Rocío que hacía Adhemir en la atmósfera nocturna iluminada por los neones de algunos comercios y las luces de los semáforos, hasta que –motivado por el entusiasmo ante el recuerdo y la perspectiva del reencuentro con la muchacha- con otro tipo de confianza y sensación de súbito bienestar, se volvía al Seba:
-Che… ¿y la Colorada?
-¿Qué hay con la Colorada? –preguntaba el Seba, como si la pregunta no encajara con el clima general de la noche, más volcado, se suponía, a las promesas que en forma de dos muchachas tras una barra salpicada de licores y luces multicolores, aguardaban por ellos en el antro de disipación alzándose aislado junto a la ruta, del otro lado de los puentes que cruzan el Santa Lucía.

-No sé –habló Adhemir, con cierto cauteloso respeto-. Como a veces te quedás con ella…
-¡Ah, la Colorada!...-evocaba el compadre, meneando la cabeza. Después creía conveniente agregar, a modo de necesaria aclaración-: Y la Colorada es buena. Me recibe cuando me le aparezco tarde. Me da de comer.-Y por un momento se detiene y detiene la marcha de los dos por la cuesta abajo de la calle en dirección a la terminal, mirando todo lo difícilmente fijo que le permite su estado al compadre Adhemir, para hacerle una revelación-: ¡Esa mujer!... ¡Esa Colorada, compadre!... ¡¿Sabés?!...: ¡esa sí que creo que me quiere! –Su mirada crecientemente estrábica se vuelve al camino que resta recorrer, retomando la marcha seguido por Adhemir-. Decí que yo…yo…
-¿Yo, qué? –pronuncia Adhemir, volviéndose brevemente al Seba sin dejar de avanzar, dificultosamente, apoyándose por momentos en algún árbol de los que bordean la vereda. -Que yo… ¡yo soy un hijo de puta, compadre! –sonríe el Seba, con un dejo de amargura en los labios; amargura que desaparece rápidamente cuando ya están muy próximos al andén adonde llegan o de donde parten las unidades de la compañía Solfy.
Es pasada la 1 de la mañana y en pocos minutos sale el próximo ómnibus. La fila de la gente que aguarda se va engrosando.


Algunos prefieren esperar, entredormidos en los bancos cercanos al andén o fumando pausadamente y algunos chupan de la bombilla de su mate, cargando al hombro el bolso o la mochila que los sindica como posibles obreros, oficinistas o estudiantes. Todos aguardan el próximo ómnibus y entre ellos lo aguardan los dos hombres nacientemente borrachos. Unos pocos se vuelven a ellos por unos segundos, echándoles una mirada de arriba abajo, para después retornar a la indiferencia que campea en la madrugada de la terminal, entre bostezos, cebaduras de mate, pitadas a los cigarrillos rubios o negros y parejas adormiladas, una cabeza contra la otra, sentadas en un extremo de los bancos de madera y hierro que en el pasado pertenecieron al ornamento de alguna plaza. Finalmente, replegando las siluetas oscuras de las demás unidades a su alrededor, los focos de la que estaba próxima a salir y el letrero digital anunciando el destino se encendieron a lo lejos. Como si se tratara de un animal prehistórico que hubiera dormido su letargo de millones de años hasta despertar nuevamente y comenzar a moverse en principio dificultosamente, el ómnibus fue avanzando lento, entre ronroneos hasta su andén y todos empezaron a apretar filas, preparándose para ascender y ocupar los asientos.

 

Empujado de atrás por su compadre, Adhemir subió los tres peldaños y se demoró unos segundos en buscar por algún lado de su semiborrachera el abono metido entre tapas azules, con la palabra Solfy en letras blancas en el exterior. El chofer hizo una rúbrica con birome roja en la casilla vacía y volvió a extender el abono, sin mirar al titular. Tocó el turno al Seba, con similar cansada indiferencia por parte del chofer, y luego ambos avanzaron por el corredor en dirección a ocupar dos asientos casi a los fondos del ómnibus.

 

Los contornos del panorama citadino circundante se iban resolviendo en variaciones poco visibles a esa hora de la madrugada, a medida que el ómnibus iba avanzando por las calles y transitaba por barrios de diferente arquitectura en dirección al casi descampado del comienzo de los accesos. Con algo de dificultad, Adhemir –sentado junto a la ventanilla- con pesadez en los movimientos se volvió por algunos segundos al Seba, quien se había dormido con el mentón barbudo contra el pecho y la boca cerrada en una mueca incómoda de los labios torcidos en la comisura, por donde escapaba un silbido corto, casi inaudible, acompasado con el respirar de vientre hinchado por la ingesta de toda una vida, que a cada nueva inhalación se inflaba todavía más. Adhemir abrió desmesuradamente los ojos, tratando de apoyar la mirada –aunque fuera, momentáneamente- en algún punto que, flotante en el aire viciado del ómnibus, era difícil de ubicar; luego, con la cabeza oscilante, se fue volviendo a la ventanilla, que para él sólo proyectaba la negrura de esa hora, salpicada por alguna luz, algún resplandor llegado de los pocos comercios lejanos que todavía permanecían con sus letreros o vidrieras encendidos o del cromatismo que cada dos minutos cambiaba sus colores en los semáforos esquineros; claridades vagas, fugaces, pasando frente a los párpados semicerrados del changador, quien acabó cerrando completamente los ojos.

 

Pasado un tiempo difícil de medir, algo en el fondo de la semiinconsciencia le hizo sentir que no dormía, y si dormía, que alguien o algo inexplicablemente incómodo le indicaba que en ese vehículo viajaba sólo él; que no sabía quién o qué conducía aquello que en otro tiempo había sido la unidad de Solfy con su pasaje trasnochado de miradas absortas frente al resplandor de las pantallas de los celulares, o expresiones cansadamente dormidas contra el vidrio humedecido de las ventanillas o con las cabezas contra los respaldos de los asientos del lado del pasillo, conformando ese panorama habitual en el interior de la unidad suburbana que el mercurio de los focos, ubicados espaciadamente a lo largo del cielo raso, iluminaba pálidamente. En cambio, ese otro vehículo llevaba a su único pasajero en una dirección de donde le fueron llegando, cada vez más nítidamente emergidos de lo profundo de su semiinconsciencia, los rostros de una niña y un niño. “Las caritas de tus hijos”, sintió que le anunciaba alguien o algo que posiblemente tuviera el control sobre el vehículo, o incluso que se tratara de una entidad –imposible de definir para el changador que permanecía con los ojos cerrados- llegada de regiones externas a lo crecientemente solitario y desolador de ese espacio cerrado que marchaba hacia lo crecientemente audible de unas voces…

 

¡Papito!: ¡no tomes más y vení!

¡Papito!: ¡no tomes más y vení a casa!
¡Papito!: ¡no tomes más y vení a casa con nosotros!

…Pero otro rostro de mujer joven y expresión seductora –los labios carnosos brillosamente pintados, el rímel grueso prolongando la línea de los párpados, la sonrisa vaga intensificando la luminosidad extraña de luz negra de las pupilas claras- se fue superponiendo a aquellos otros dos, pequeños y de cachetes sucios, si bien Adhemir todavía alcanzaba a escuchar –retumbando en algún rincón de su cerebro embotado- aquella letanía de voces blancas y tono de impotencia…

 

¡Papito!: ¡no tomes más y vení!

¡Papito!: ¡no tomes más y vení a casa!

¡Papito!: ¡no tomes más y vení a casa con nosotros!

…Hasta que aquel clamor infantil desapareció, dejando apenas la expresión atractiva de Rocío flotando por algunos unos segundos más, cuando un ruido a vidrios rotos seguido de gritos y exclamaciones de indignación, le hicieron abrir los ojos, encontrándose primeramente con el rostro reblandecido por el pasado dormir etílico, la mirada semiestrábica y algo ausente y los movimientos lentos y pesados del Seba incorporándose de a poco y volviéndose a los asientos ubicados a los fondos del coche, gesto que copió Adhemir con igual lentitud. Al final del pasillo la escena se componía de un amontonamiento de bolsos y mochilas colgando de los torsos levemente inclinados hacia adelante, sobre dos asientos ubicados junto a los restos de los vidrios que todavía permanecían unidos al marco de la ventanilla. La silueta robusta de un policía se fue abriendo paso entre los pasajeros hasta donde había sido el incidente. Quienes se encontraban cercanos a él se fueron incorporando y apartando para dejar despejado ese rincón, por lo que entonces el resto del pasaje al fin pudo observar a un hombre a medio camino entre la última madurez y la primera ancianidad, con un lado de la cabeza casi calva abierto en un tajo de donde bajaban hacia las arrugas de un rostro delgado varios hilos de una sangre oscura y espesa, para la sorpresa y la indignación generales…

 

…¡Qué animales! ¡Qué bestias! ¡Son asesinos en potencia! ¡Qué hijos de
puta! ¡Miren que tirar una piedra al ómnibus que lleva gente trabajadora,
cansada! ¡No tienen vergüenza! ¡Deben ser esos dos!...

 

…Y por un momento todas las voces se acallaron y el silencio general fue un observar, con renovada indignación a través de las ventanillas, el paso lento de dos adolescentes cubiertos con las capuchas de sus camperas canguro, evolucionando despreocupados bajo los focos de neón ubicados en las esquinas y el medio de esa cuadra que se alzaba en muro resquebrajado y largo ocultando las instalaciones de una vieja fábrica junto a la calle periférica y casi desierta, si no fuera por el ómnibus que permanecía detenido y aquellos posibles infractores que por sus aspectos no parecían tener más de dieciséis años, alejándose tranquilamente y volviéndose una vez a la unidad de Solfy, para dirigir al unísono una última mirada a medio camino entre el soslayo, la indiferencia y cierta mueca sonriente exteriorizando una suerte de superioridad impune, cuando desaparecieron al doblar la esquina. Todos se volvieron al policía, quien respiró hondo y meneó la cabeza, ordenando en voz alta pero con suave firmeza que el ómnibus se pusiera en marcha hasta la avenida cercana, donde se hallaba un centro policlínico nocturno.

 

La gente volvió a apretujarse en el pasillo recorrido por murmullos y todavía alguna que otra breve exclamación relacionada con el incidente, cuando se encendió el motor y el ómnibus se puso en marcha en dirección a la policlínica, ubicada en una avenida que a esa hora se presentaba como una vía salpicada de manchas neónicas sobre el asfalto, cuadras y transversales solitarias ganadas por las sombras, a excepción de aquella en la que se extendía la fachada de luces claras de la policlínica.

-¡Hay que romperles el orto!

-¡Esos guachos no sirven para nada! Las voces aguardentosas provenían de dos hombres de mediana edad –aunque de gestos duros, cincelados a pura deshora de los trabajos a destajo- oscilantemente parados junto a los asientos que ocupaban el Seba y Adhemir, quienes hasta esos momentos no habían reparado en ellos.

-¡Hay que romperles bien el orto!

-¡Esos guachos de mierda no sirven para nada! La repetición condenatoria se dejó escuchar nuevamente cuando el ómnibus ya se había detenido frente a la fachada de vidrio y aluminio de la policlínica donde permanecían desde hacía unos minutos el herido, el agente policial, el conductor de la unidad y dos pasajeros que a la solicitud policial inmediatamente se habían prestado para salir de testigos. -¡Hay que romperles bien el orto! -¡Esos guachos de mierda no sirven para nada! Esta vez los hombres se volvieron a Adhemir y el Seba y les dedicaron miradas de párpados que por momentos se entrecerraban y expresiones de labios a medio camino entre el festejo y el lamento, sin dejar de oscilar los torsos de atrás a adelante. El que había proferido la primera de aquellas exclamaciones –pelo rubio cortado al rape y pupilas celestes rodeadas de un blanco enrojecido- trató de dirigir al Seba su estrabismo leve. El changador alzó la expresión reblandecida por el pasado dormir etílico: ambos, dibujando sonrisas cercanamente clownescas, correspondieron a esa suerte de saludo iniciático, ratificando con un movimiento de la cabeza una no tan secreta comunidad de intereses etílicos. Luego el Seba torció la mirada y la bajó hasta una mano del hombre, alcanzando a ver que sostenía por el gollete una botella de cerveza envuelta en una bolsa de nylon. Constató lo poco que le quedaba a la suya –también metida en una bolsa de nylon-, se volvió con dificultad a su compadre, apartó momentáneamente la mirada vidriosa e intentó depositarla en su reloj, acercándolo a sus ojos pero cerrando fuertemente los párpados y volviéndolos a abrir desmesuradamente, aguzando la mirada junto a la esfera del reloj tratando de fijar los restos de su atención en la hora, esa hora de sombras que se extendían por todos los rincones de la noche. Se volvió nuevamente a Adhemir, quien permanecía con los ojos cerrados, de leve temblor en los párpados.

 

-Esto se está demorando, compadre, y nos va quedando poco combustible –alzó la botella envuelta a la altura de sus ojos y la sacudió frente a Adhemir, quien permanecía con los ojos cerrados y los párpados temblorosos; su mente totalitarizada por el recuerdo del rostro de Rocío, todavía flotante en su semiinconsciencia, mientras el ómnibus seguía detenido y los dos hombres parados junto a ellos de vez en cuando dirigían miradas acuosas que iban y venían, cómplices, de Adhemir al Seba y del Seba a Adhemir, quien sin abrir los ojos soltó en principio un quejido casi inaudible seguido de un “¡Rocío!...” que el Seba no alcanzó a escuchar con claridad-. Cuando se nos acabe el dinero en el Duncan…-“El Duncan Bar” fueron las tres palabras que se formaron en el semiembotamiento de Adhemir, como una esquela ondeante bajo el rostro sugestivo de una Rocío que parecía ser la respuesta extraña a una pregunta que Adhemir no sabía formularse, pero cuyo contenido, su sentido, lo incomodaban sin poder definir o sin saber definir aquello, en tanto la visión de los rostros de sus hijos había desaparecido por completo-…vamos a tener que empezar con nuestras botellas, pero hay que comprarlas…y por aquí no sé dónde hay algo abierto, compadre –hablaba el Seba, y su voz llegaba reverberante a ese seguir estando ausente de Adhemir y su mente invadida por esa Rocío que le sonreía y pasaba la lengua por el labio inferior, brilloso de rouge y saliva, guiñándole a la modorra adormilada del changador promesas de liberación entre sus brazos y sus piernas; y no quería apartarse de ese rostro que tendía a disiparse, cuando sintió cierta presión que hacían en su brazo y abrió los ojos con lentitud, volviéndose a su compadre con algo de fastidio debido a la intromisión en ese encuentro que había estado manteniendo con la muchacha del Duncan Bar, como promesa de una futura liberación.

 

-¡¿Qué querés, hermano?! –abrió los ojos acuosos, volviéndose al Seba.

-¡Pará, compadre! –trató de tranquilizarlo el Seba, apoyando una mano en el antebrazo de Adhemir. Permaneció unos segundos en silencio, tratando de fijar su mirar semiestrábico en los ojos de párpados semicaídos del otro changador. Y volvió a hablar-: ¿Hoy es lunes?

Como despabilándose momentáneamente, Adhemir alzó los hombros y los dejó caer.

-¿Qué?… ¿Que si hoy es lunes? – Muequeó, ignorante de la respuesta-: ¡Y yo qué sé, hermano!

-Porque si es lunes el Duncan está cerrado –recordó el Seba negando con la cabeza y la mirada etílica, de frente a un Adhemir cuyo cabeceo y párpados que se cerraban y abrían eran amagos de un próximo dormirse. Pero como si hubiera juntado fuerzas ocultas en lo recóndito de la modorra etílica, se incorporó sobre su asiento, abrió desmesuradamente los ojos y respiró hondo volviéndose al Seba, dificultosamente interesado en el giro que estaban teniendo los acontecimientos:

-Si esto se sigue demorando, cuando lleguemos allá vamos a encontrar todo cerrado.

-¡Ya está todo cerrado! –puntualizó el Seba nacientemente preocupado, mientras de las cercanías llegaba el reggaetón machacando con su síncopa pegadiza desde los parlantes ocultamente ubicados en el interior de la unidad.

-¿Lo de Tito? –especuló Adhemir.

-¿Tito? –habló el Seba, y por unos segundos se quedó mirando de arriba abajo a Adhemir-. El Tito ya cerró –se lamentó, con un chistido soltado al aire viciado del ómnibus; ese ómnibus que se sigue demorando en creciente murmullo adoptando exclamaciones de reiterada indignación, lamentos, ofuscaciones, impaciencia, mezcla de letanías que claman por que ¡Hay que romperles el orto! ¡Esos guachos no sirven para nada! Mire yo lo escucho y le confieso que antes les tenía lástima ¡Qué lástima, doña! Le digo que yo antes les tenía lástima pero ahora me parece que sí, que tienen que ir a la cárcel a los dieciséis años y no a los dieciocho, porque ya de chicos asaltan, roban, matan Sí después salen diciendo que la sociedad tiene la culpa ¡¿Qué sociedad?! ¿Nosotros? ¿que somos pueblo laburante, doña? Sí, claro, es verdad-…Sí, tenemos que salir de acá, compadre –resolvió el Seba decidido, cuando alcanzó a escuchar el nombre añorado de labios de un Adhemir de ojos nuevamente cerrados y párpados temblorosos. El Seba apoyó una mano en el antebrazo de su compadre y lo movió con suavidad. Adhemir abrió los ojos y se quedó mirando el vacío-. Si salimos de este ómnibus y encontramos un bar abierto, más rápido te vas a encontrar con Rocío –prometió el padrino de la Karen., guiñando una sonrisa.

De un sorbo prolongado Adhemir acabó con el resto de cerveza que quedaba en su botella envuelta en la bolsa de nylon.

-Se me acabó la cerveza, cierto –reconoció, en momentos en que al abrir los ojos el rostro seductoramente prometedor de placeres y salvaciones futuras de Rocío se iba diluyendo hasta desaparecer. En cambio quedaban dos botellas de cerveza vacías y la creciente premura de los changadores por abandonar el ómnibus y salir a buscar y encontrar algún bar, que en algún rincón en penumbras de aquella oscuridad circundante los estuviera esperando con las puertas abiertas y todo el arsenal de botellas bañadas en brillos multicolores y engalanadas con las más vistosas etiquetas que estuvieran allí, aguardándolos, a la exclusiva disposición de los dos.

Adhemir y el Seba arrimaron las narices al vidrio levemente empañado de la ventanilla.

-Está todo oscuro.

-No se ve un carajo.

-Tenemos que salir a buscar lo que sea que esté abierto.

-No hay otra, compadre. Con movimientos lentos se volvieron a los dos hombres que permanecían parados junto a sus asientos. Los cuatro intercambiaron miradas semiestrábicas. Casi inmediatamente el Seba se volvió a Adhemir, con otro asentimiento de la cabeza sugiriendo que ambos se fueran poniendo de pie, tarea que encararon oscilantes y lentos.
Sin proponérselo, los dos hombres parados y los changadores que se iban poniendo de pie fueron creando una suerte de sincronización de movimientos en donde unos pasaban al pasillo atestado de pasajeros y otros se iban metiendo para ocupar los asientos dejados libres hasta que se sentaron dirigiendo una última mirada de agradecimiento etílico a los changadores que correspondieron a ese postrer saludo. Luego Adhemir y el Seba empezaron a caminar llevando los envases de cerveza metidos en las bolsas de nylon y abriéndose paso por entre el pasaje en dirección a la puerta delantera, la que permanecía abierta. Procurando no caerse bajaron los dos escalones y permanecieron unos minutos en la vereda, indiferentes a la policlínica que tenían a escasos metros: el otro lugar –junto al interior del ómnibus- de donde salían resplandores de luz artificial señalando actividad humana. Finalmente los changadores echaron una mirada a su alrededor, confirmando la predominante presencia de la oscuridad en la mayoría de las casas y los comercios que permanecían cerrados y cuyas fachadas se mostraban apenas como contornos débiles, casi imperceptibles, a lo largo y ancho de las cuadras cercanas.


-Tiene que haber algún lugar abierto –chistó el Seba, y permaneció unos segundos con la mirada perdida en algún punto de las baldosas sucias, flojas, cubiertas de a tramos por papeles y hojas de diverso tipo y tapitas aplastadas, formando la vereda levemente ondulada y desigual. -

¿Qué pasa compadre? –se volvió Adhemir al Seba, intrigado.
-Nada –musitó el Seba, con un respiro hondo. Pero creyó conveniente aclarar, aunque con un tono de voz apagado y una mueca de los labios intentando restarle importancia al asunto-: Nada…Que creo que hoy es el cumpleaños de la Colorada…
¿Hoy? ¿O era ayer? –alzó la mirada interrogante a Adhemir, quien mostró su ignorancia negando con la cabeza y una mueca en los labios acompañada de unos ojos desmesuradamente abiertos, de pupilas que se movían inquietas independientemente una de otra.
-Esa Colorada…-asintió Adhemir con un vaguísimo gesto de admiración, tratando de volver a fijar la mirada inquieta en el compadre-. Esa Colorada es de armas tomar. ¡Aguanta todo! ¡Esa sí que cuando quiere a alguien, va en serio! –permaneció con los ojos nuevamente inquietos, mirando al Seba. -¡Cierto! –convino el padrino de la Karen-. ¡Esa mujer sí que me quiere!... Cuando le caigo a las mil y quinientas me espera y siempre tiene algo pronto para darme de cenar. -¡Y está fuerte! –se animó a reconocer Adhemir.


-¡Ah, sí! –ratificó el Seba, volviéndose unos instantes a la negrura del cielo que tenían sobre sus cabezas. Después dio una pitada al cigarrillo de tabaco negro recién armado y volvió a depositar su estrabismo en el de un Adhemir que se balanceaba suavemente de atrás hacia adelante-: ¡Mirá que uno es un hijo de puta! ¿eh? ¡No valora nada! ¡No se da cuenta de lo que tiene cerca!... ¡Como vos, con tus gurises! –agregó, para sorpresa de Adhemir-: ¡Esa ahijada que tengo!¡La Karen! ¡Gurisa linda y bandida! ¡Y el Yonatan que es Primera División! –Respiró hondo y volvió a hablar, con energía en el discurso modulado con inusitada claridad-: ¡Lástima que la Faustina sea tan trancabolas! –y los dos changadores asintieron coincidentes con el juicio del Seba.


Adhemir no hablaba, en momentos en que el rostro sugestivo de Rocío regresaba a su recuerdo cansado: había un lugar en el tiempo, en el tiempo difícil de ubicar, pero cierto, donde el changador se encontraba con Rocío y ella abría sus manos, le mostraba las palmas, y de ellas, como una ofrenda olorosa, perfumada, brotaban todas las respuestas a esas preguntas que a Adhemir le costaba formular, pero de contenidos que él sentía como muy propios: Adhemir y Rocío entre los reflejos artificiales de cualquier noche en la whiskería de la ruta 1 o las luminosidades diurnas proyectándose en las enramadas del monte cercano, en una definitiva tarde de campo; el changador con la cabeza recostada en los muslos de pollera estampada y recogida de la veinteañera, mientras él se va durmiendo plácido, llevándose para el sueño de esa siesta la expresión sonriente de Rocío, quien permanece allí, con él, en ese lugar perteneciente a un tiempo difícil de ubicar…Hasta que siente que alguien lo llama y abre los ojos a la negrura de esa noche que se extiende más allá de la policlínica y el ómnibus que permanece estacionado, con el resto del pasaje dentro.


-¡Compadre! ¡no se me duerma!
-¡No, claro! –abre los ojos Adhemir, con dificultad, lanzando miradas vagas a su alrededor sin saber lo que busca, tragando saliva y pasándose la lengua por los labios.
-Vamos para allá –señaló el Seba lo desierto de la avenida distante y transversal, salpicada de luces y sombras.


Se fueron alejando entre tumbos y penetrando lo que era una región de comercios y bares cerrados y tramos de avenida ganados por la oscuridad de parte del alumbrado que, por extrañas razones, permanecía apagado. Más adelante, en medio de la semioscuridad, una calle transversal completamente a oscuras en sus inicios a lo lejos parecía mostrar lo que posiblemente fueran los luminosos de un bar que seguramente permanecería abierto toda la noche. Por el momento sólo eran destellos coloridos emanando algo difusos en un punto del vértice oscuro de esa calle por donde, luego de especular algunos segundos en torno a esas posibles luces, los changadores resolvieron internarse en procura de más cerveza, más caña, más tabaco…
La luna, asomando borrosa en el horizonte de nubarrones, apareció por unos segundos sobre el camino sinuoso; la entrada oscura al reino de lo desconocido, que al compás de aquellos andares erráticos se fue tragando a los changadores lentamente… mientras que a lo lejos, en la avenida, solucionado el incidente con el herido en la policlínica, el chofer encendió nuevamente el motor y el ómnibus echó a andar con rápida aceleración rumbo al paraje todavía lejano.

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14Guillermo

Guillermo Lopetegui

 

(Montevideo, 1955) es autor de ocho libros de cuentos: Ultimo reducto, El rostro de Margarita Shaw, El parque de los últimos regresos, Brujas de aquí nomás, Crepúsculo de los cautivos, Serias picardías, Los reflejos en la noche y La esperanza y su sombra. En 2016 publicó su primer poemario: Mascarada. Parte de su obra ha sido distinguida con diversos premios dentro y fuera del Uruguay. Cuentos suyos están traducidos al francés, inglés, ruso y portugués e integran diversas antologías. Ha dado charlas sobre literatura y presentado libros de otros autores en Montevideo y otras ciudades de su país, como así también en Buenos Aires, San Pablo, La Habana y Viena. Viajó a París como autor invitado por la Universidad de Paris III-Sorbonne-Nouvelle en 1987 y 1989. Como periodista se desempeñó en la prensa escrita, radial y televisada y realizó dos mediometrajes en formato video: Una mujer, una voz y Hildegard-Los caminos a la santidad.

I n d i c e