Amílcar Bernal Calderón

 

“A PESO PARA VER AL HOMBRE INVISIBLE”

 

Al amanecer, como un ladrón furtivo, montó la carpa en nuestro parque y puso al frente un aviso que decía “A peso para ver al hombre invisible”. Por entonces yo tenía nueve años, un siglo de osadía y la certeza de que un peso era una suma fabulosa. Esto último, más que pensar en llegar a ser rico para que un peso no significara nada, me obligó a concluir que no importa qué tan pobre uno sea o qué tan mala suerte tenga, siempre habrá al frente una meta adonde se puede llegar. Esa temprana conclusión sirvió, por el camino inverso usado por los genios, para que ahora, viejo, me dedique a la vagancia, actividad en la cual no existen metas y el esfuerzo es algo que corresponde a los demás.

El hombre de la carpa debía aprovechar la sorpresa y capturar a los mirones tempraneros, pues la policía iba inevitablemente a obligarlo a cerrar su negocio cuando el boca a boca se regara como un agua inquieta. Podían incluso llevarlo preso por fraude. Ya no recordaba cuántos años llevaba viajando de pueblo en pueblo, como los gitanos de las historias viejas, engañando ilusos, ni cuántas veces había dormido en las comisarías abrigado con el hambre y el desprecio de la sociedad. Ésta era la primera y única vez, como en todos los pueblos, que visitaba el mío.

Católicos por orden paterna, en casa nos obligaban a madrugar cada domingo para ir a la misa de seis. Al alba se abrían las puertas de las casas del barrio y, uno tras otro, como dados que surgen de las manos de la magia, marchábamos a la iglesia empujados por una fe que no sentíamos.

Al pasar por el parque leímos el aviso de la carpa. Era una grafía de neones verdes que escribía imposibles en los ojos y envenenaba la voluntad, como el brillo enfermizo de la modernidad. Cada uno sintió que había desayunado signos de interrogación y, pelotas que rebotan, volvimos a casa contra la voluntad de dios y nuestros padres. De la billetera pobre y dormida de cada papá salió el peso de nuestro primer delito serio, y ya ricos, fuimos corriendo a pagar el precio del asombro.

Hicimos la fila. En la puerta el hombre (gordo, bonachón, de ojos grises y pelo hasta en la palma de las manos) recibía el dinero y nos permitía el acceso a una oscuridad olorosa a sudor y precariedad. Rodeados por la asfixia uterina de la lona, nos colocamos de pie, hacinados como los sesenta fósforos de la minúscula cajita, a esperar a que la carpa se llenara. Entonces un bombillo se encendió al fondo, en lo que simulaba un escenario, y un tubo de luz cenital alumbró un asiento vacío que estuvimos mirando por varios minutos hasta que la luz se apagó y los asistentes quedamos como si la cajita de los sesenta fósforos se hubiera ahogado en la tinta negra de las desilusiones. Acto seguido la voz del hombre nos informó que el espectáculo había terminado y que debíamos desalojar el recinto.

Afuera, a punto de entrar, había una fila constituida por los curiosos de la misa de siete, hijos de los padres que hacían el amor hasta altas horas y se acordaban tarde de la fe. Algunos, aplicando la teoría de don Vicente Huidobro que dice que “la curiosidad alarga los cuellos”, nos preguntaron qué tal era la cosa y nosotros les dijimos que buenísima, que no podían perdérsela. Y marchamos a casa con cara de filósofos pensando que en efecto, allí, en ese asiento iluminado, el hombre invisible estaba sentado.

 

EL LIBRO DE LAS DUDAS

 

El aviso estaba colocado al lado de una puerta señorial de color verde oscuro con un llamador de hierro cuyo aspecto era el de un león al que una argolla metálica atravesaba los cachetes. Era tan imponente, el llamador, que uno podía creer, y era perdonado por ello, que si lo golpeaba atronaría como la campana de la iglesia, que ya había causado la sordera de siete sacristanes. Constituido por letras negras metálicamente góticas sobre un fondo de madera lacada, el aviso indicaba que estaban buscando una persona que supiera cosas acerca de las palabras, lo cual me puso tan pensativo que frente a él me demoré más tiempo de lo que cualquier aviso de la calle me había detenido desde que tengo uso de razón. Mi pensamiento me decía que si llevaba treintaisiete años hablando (los primeros dos tartamudeando), debía conocer tantas cosas sobre las palabras que podía hacer gala de una experiencia indiscutible.

Entonces, amparándome en el hecho de que la ignorancia es la madre de la osadía, una ley que ha dado pie a los mejores descubrimientos, azoté el llamador y un mecanismo desconocido abrió la puerta: ahora estaba al comienzo de un zaguán de unos tres metros de largo que terminaba en una puerta igual a la de afuera pero sumida en una oscuridad de corredor ciego, o cul de sac, según los escritores afrancesados. Entré, cerré la primera puerta y al llegar a la otra pulsé un timbre que sonó como tres campanas chiquitas aquejadas de afonía. Iba a timbrar por segunda vez cuando me fijé en un aviso de hierro con letras de madera lacada que decía Editorial Trulemont & Hermanos, por lo que un nuevo pensamiento, menos osado que pesimista y colocado entre signos de interrogación, me preguntó (tuvo que ser a mí pues por allí no había nadie más) por qué diablos en una editorial, por donde seguramente ya habían pasado varias veces todas las palabras, estaban buscando a alguien experto en algo que para ellos era “el pan de cada día”. Después de unos segundos de espera la puerta se abrió y salió un señor que me miró como si me conociera y se hizo a un lado exagerando un servilismo que me hizo sentir rey, sobre lo cual debo interrogar después a mi pensamiento, que a veces exagera como si quisiera imitar a aquel señor.

Ya frente al gerente de la editorial, el mayor de los hermanos Trulemenot, con un pocillo de café humeante en la mano y un susto que pesaba veintitrés kilos sobre la zona de mi cerebro encargada de meterme miedo, escuché la pregunta inevitable:

-¿Para qué cree usted, señor Carbonell, que sirven las palabras? –El hombre, de unos sesenta años, vestido de paño gris claro y corbata rebeldemente roja, jugaba con un lapicero de oro en la mano derecha y me miraba como si yo tuviera pinta de lapicero y él se preparara a jugar conmigo.

-Para causar dudas, señor –contesté pensando en los sofistas, por lo que, me dije, debía más tarde felicitar a mi pensamiento.

-¡No se hable más del asunto, usted es el tipo que necesitábamos! Rodríguez –gritó y apareció el tipo que me había franqueado la entrada y ya nunca más habría de hacerme sentir rey-, lleve al señor Carbonell a su escritorio para que empiece de inmediato a trabajar con nosotros.

Hace tres meses y medio trabajo para esta editorial y nunca me han dicho qué debo hacer. Nadie me habla, aunque a veces creo que me miran y cuchichean entre ellos. Me pagan más de lo que necesito, razón por la cual pienso pedir una disminución de sueldo en caso de que la literatura virtual venza a la de papel y la editorial se precipite a la bancarrota, como es de esperarse. Me asignaron una oficina amplia e iluminada que da hacia el costado oriental del Parque de las Letras, desde donde las estatuas de poetas ilustres me miran y parecen preguntarme por el verso preciso que dé colofón a su obra maestra. Sobre mi escritorio hay una máquina de escribir que semanalmente, al constatar que no ha sido estrenada, cambian por una de otra marca; también hay una resma de papel tamaño carta, que semanalmente cambian por una de otro color porque, suponen, por ejemplo, que el blanco virgen, el verde claro o el amarillo pollito no me gustan. Su pensamiento cree que alguna vez darán con el color preciso que se acomode a mi estado de ánimo. En el único cajón de mi escritorio hay una libreta de notas sin empezar, un bolígrafo con toda su tinta y un diccionario ansioso de hablar con la mente de otros. Una de estas mañanas voy a ponerme a escribir un libro, para ver si eso es lo que quieren.

 

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Amilcar Bernal Calderón
Ingeniero mecánico pensionado dedicado a la lectura de literatura. Escritor principiante premiado en concursos de cuentos y poemas e incluido en antologías en Colombia y el exterior. Dos poemarios publicados como premio en concursos en España y Colombia. Publicado en periódicos y revistas de papel e internet.